Han transcurrido exactamente diez años desde el supuesto cambio de milenio. Por aquella fecha, las preocupaciones estaban centradas en el efecto Y2K, problema informático que amenazaba con paralizar algunas computadoras del mundo, traduciéndose en eventuales catástrofes tales como aviones sin rumbo o masivos cortes de luz. Por su parte, el cine se nutría de todas las calamidades asociadas al fin del mundo, como si el calendario gregoriano precisa y somete al universo en su evolución.
La década pasada, a mi entender, se podría resumir en las dos palabras que intitulan este texto. Derrumbes, porque la humanidad presenció anonadada la caída de las dos torres más grandes del World Trade Center de Nueva York en 2001 y el desplome de los mercados bursátiles en 2008. Lo primero, significó que cada uno de nosotros se sintió más inseguro y más aterrado, mientras que lo segundo se tradujo en elevados niveles de desconfianza sobre el sistema financiero y económico mundial. Este escenario se vio potenciado por la falta de liderazgo de la principal economía del mundo, y por la incompetencia de Bush y su popularidad mundial, que también se derrumbó entre ambos hechos.
Y esperanzas, porque esta década fue generosa con nosotros. Próxima a su final, no nos deja un gusto amargo de pesimismo, ni de congoja y menos de frustración. Todo lo contrario, los derrumbes que tanto afligieron la década ven la esperanza de un mundo algo más tranquilo, ya que al menos reconoce su fragilidad frente al terrorismo, a las epidemias y pandemias, al abuso y sobreexplotación de sus recursos naturales y de sus ecosistemas, a los huracanes, terremotos y maremotos, y en general a todo aquello que, reconociendo que la humanidad es una sola y que compartimos un mismo hogar, puede afectarnos como un todo. El medio ambiente, la economía mundial, el terrorismo, la salud, entre muchos otros temas merecen hoy acuerdos globales. Y esa es la gran lección de la década pasada.
Como en nuestras propias vidas, los momentos de caída van acompañados de repuntes, brotes y nuevos empieces. Por más que uno sienta que ya todo está perdido, que todo está detenido, siempre habrá una luz para quien quiera ver, y siempre existirá una ruta para quien quiera avanzar. Esto, no es más que la esperanza que nace de la propia naturaleza humana, que aunque sabe que en cada década habrá muestras concretas de codicia, desconfianza, imprudencia, avaricia, envidia, injusticia y soberbia, fundadas en nuestra propia imperfección, tiene la fortaleza de anteponerse a cada una de ellas. Es que la esperanza no es celosa ni actúa desde la ira, ya que su principio es la comprensión y el perdón.
Por lo mismo, no cabe duda que todo tiempo futuro será mejor, que la presencia de la esperanza en cada uno de nosotros hará que los próximos diez años busquemos generar un mundo más amigable, más seguro y más cierto, donde habrán nuevas caídas y desplomes, pero serán parte de un camino ineludible a lo perfecto.