miércoles, 25 de febrero de 2009

Viña Q.E.P.D.

El Festival Internacional de la Canción termina y los turistas que quedaban se retiran a sus lugares de origen. Las vitrinas del comercio en Viña del Mar empiezan a vender huevitos de Pascua (y pronto mostrarán los regalos para el día de la Madre), y los liquidámbares enrojecen como si la menor cantidad de horas de luz les diera vergüenza. Empiezan a aparecer los escolares por las calles y todo vuelve a la “normalidad”.

Pero esta “normalidad”, que por cierto se agradece por cuestiones viales, se entiende como los otros 10 meses del año en que la ciudad de Viña del Mar cambia su vocación turística por su naturaleza apagada y opaca.

Sin brillo alguno, más que la tranquilidad propia de ciudades destinadas al descanso, al retiro y la vejez, Viña del Mar se viste de ese gris cielo que la acompaña cada mañana, responsabilidad de la ya bastante repudiada vaguada costera, y que no hace otra cosa más que obligar al viñamarino a usar su tradicional chaqueta por la tarde. Por cierto que de colores sobrios. Despertar y no ver el cielo azul, es un aliciente más para el reposo y sosiego exagerado.

Es quizás este clima, que es tan amado por muchos, el que alejó a las familias viñamarinas del siglo pasado de la costa y las destinó a habitar barrios como Miraflores o Chorrillos, e incluso Viña por los orientes, dándole la espalda a ese mar que los de Valparaíso tanto observan.

Es que llegado marzo, la gran mayoría de los viñamarinos se encierran en sus casas a ver televisión, y hoy en día Internet, como a hibernar hasta diciembre. Las ansias de llegar pronto a casa se traduce, por ejemplo, en que la recta Las Salinas, nuestra avenida Kennedy, tenga muy poco tráfico después de las 21 horas. Por lo mismo aplaudo la compra de sendos televisores y decodificadores de cable para ver más canales que la vida menos sedentaria simplemente no necesita. Mientras, en otros climas las bermudas y “Hawaianas” son el atuendo de descanso, aquí, ciudad balneario, capital turística de Chile, la bata y las pantuflas son la ropa ad-hoc.

Por lo mismo, no podemos pensar en Viña del Mar como una ciudad balneario, como una comuna con vida sólo dos meses en el año y donde los visitantes hacen turismo de bajo costo en las playas y gozan de nuestras bravas y frías olas. Tenemos que pensar en una ciudad con un turismo diversificado, con fuerte énfasis en el turismo de seminarios, conferencias y congresos, con hoteles pensados como grandes centros de eventos y un comercio de mayor lujo, en un espacio abierto como es la tendencia actual de los centros comerciales.

Por último, la oferta de actividades culturales, deportivas y recreativas debiesen extenderse durante todo el año, y no sólo en pequeños oasis como el Festival de Cine, ya que el tedio de las noches viñamarinas no permite una mayor vida social, o al menos el acicalamiento de sus habitantes con algún propósito de convivencia como en otras ciudades, en donde el caminar nocturno no es sinónimo de un molesto resfriado.

Competitividad e Innovación Regional

El desarrollo económico de nuestra Región se puede lograr a partir de la competitividad y de la innovación a nivel de cada uno de sus habitantes.

Como personas debemos aprender a ser más competitivos, desarrollando nuestras propias habilidades y competencias, y la eficiencia en los procesos productivos y de gestión en que participamos.

La competitividad de las empresas de la Región se logra en la medida que los habitantes no sólo seamos altamente competentes, sino además capaces de lograr sinergias al interior de las organizaciones que son parte del tejido productivo regional. Por tanto, la gestión de las mismas debe apuntar al aprovechamiento de las ventajas competitivas propias o alcanzables. De esta forma, las empresas podrán ser exitosas en el escenario local, paso previo a cualquier estrategia de internacionalización.

La competitividad de la Región dependerá de la capacidad que tengan sus organizaciones para ser sinérgicamente competitivas, en la zona y con las regiones aledañas, y de su coordinación a nivel público y privado. Por lo mismo, la Región de Valparaíso no podrá ser competitiva internacionalmente si sus empresas no son competitivas, y por ende si sus habitantes tampoco lo son.

Para lograr ese nivel de competitividad, la Región no sólo debe aprovechar sus ventajas comparativas propias de su geografía, sino además desarrollar ventajas competitivas basadas en sus habitantes.

Transversal a lo precedente, los aspectos de eficiencia al cual apunta la competitividad, o bien de desarrollo en aspectos propios de nuevos productos y/o nuevos mercados implican necesariamente la necesidad de innovar, de hacerse cargo de las necesidades de los mercados, de asumir que todo aquello que se hace merece un cuestionamiento en virtud de su naturaleza eventualmente anómala.

Para gestionar la innovación es necesario ampliar su popular y miope definición que la restringe sólo a lo tecnológico, a todo aquello vinculado a productos, procesos o proyectos que forman parte de un quehacer regional, empresarial o individual.

Por tanto, mientras más desarrollada sea la capacidad de innovar de la población regional, más competitivo será su tejido empresarial, y mayor su desarrollo económico.

lunes, 9 de febrero de 2009

Aprender a perder

Las oficinas generalmente tienen dos tipos de adornos: diplomas y fotografías. Ambos son la forma tangible de reflejar nuestros principales logros: hijos, familia, premios, postgrados, y todos esos hitos nuestros, que con sólo mirarlos logran liberar gran cantidad de endorfina. No son otra cosa más que nuestros propios éxitos.

Pero el éxito traiciona. Cuando a una empresa le va muy bien desde sus inicios no tiene la mirada que le da el aprendizaje del esfuerzo. Es más, el triunfo a muchos les impide pensar. Muchos deportistas exitosos cuando logran sus metas económicas hipotecan su esfuerzo cotidiano al talento innato. Como que se “achanchan”. Lo mismo sucede con algunos artistas donde su mejor época se logra cuando las penurias los hacían sudar genialidad. Es que el éxito desata el irrefrenable disfrute de la nueva posición.

Es que el éxito nos agrada. Una elevada probabilidad de triunfo nos gatilla nuestra íntima motivación hacia la búsqueda de logros. Decidimos qué hacer, queriendo ganar y evadiendo perder. Nos enseñan a ganar, a ser competitivos, a no fallar, pero no nos enseñan a perder. Quien no sabe perder, tampoco sabe cómo salir adelante.

Conozco el caso de varios ejecutivos muy exitosos, que les fue académicamente impecable durante su paso por el colegio y por la universidad, pero que frente a su primera caída laboral, caen en desánimo al no saber cómo levantarse y salir de esa situación, ya que no logran entender que la vida trae incluso ese tipo de momentos. Es que no fueron preparados para perder. La primera caída significa para muchos el sentirse derrotado, el asumir que le han fallado a los demás, que han defraudado.

Pero es ahí donde nuestra capacidad de aprender del fracaso se pone a prueba, nuestra capacidad de construir todo de nuevo, tal como lo dicen los versos del poema “If…” de Rudyard Kipling: “If you can bear to hear the truth you've spoken / Twisted by knaves to make a trap for fools, / Or watch the things you gave your life to, broken, / And stoop and build 'em up with worn-out tools”.

Por lo mismo, y en época de crisis económica es importante entender que perder es una chance para aprender, que el equivocarse te permite no errar en lo ya errado, que las caídas de hoy te fortalecerán mañana, cuando nuevamente la economía marche como lo hacía antes de su propia caída, antes de que todos aprendiéramos a no invertir mirando las rentabilidades históricas, a no decidir en función del pasado, a no manejar mirando el espejo retrovisor.

De las caídas, de los errores, debemos comprender qué fue aquello que no hicimos, o que hicimos incorrectamente, debemos analizar por qué otros no se equivocaron y nosotros sí, debemos darnos cuenta que aquel error nos ha servido como experiencia.

Observar, reconocer, indagar y rectificar. El error es la materia prima principal del aprendizaje, y aprender a perder, es una de las lecciones de esta crisis.