miércoles, 25 de junio de 2008

Volar

En la vida, no sólo deberíamos disfrutar de nuestros destinos, sino del camino hacia ellos. Cuando viajamos, el destino es aquello que nos concierne, pero el viaje hacia él tiene su gracia. Sobre todo cuando el transporte escogido es el avión.

Cada viaje es una experiencia única. Llegamos al aeropuerto, cada vez más colapsado, chequeados previamente para poder acceder lo antes posible a aquel sitio decorado mundialmente de la misma manera, con tiendas muy similares donde sólo destacan las artesanías que cada país nos ofrece. Quizás compramos algún regalo, para la lista mental de familiares y amigos que recordamos, o bien nos vemos en la obligación de adquirir aquel encargo comprometido y no prepagado.

Cuando nos hacen acceder al avión, y si viajamos en turista, nos ordenan por la fila del asiento, y no falta aquél con asiento reservado adelante que quiere pasar “colado” entre los que se sientan en las filas de atrás. Ya en la manga, muchos caminan apresuradamente con sus bolsos de mano con ruedas tratando de adelantar a los otros pasajeros. Ignoran que el avión parte con todos los pasajeros simultáneamente.

Ya adentro, las comunicaciones de tipo no verbal hacen de las suyas para ganar más espacio en el portaequipaje. No falta quien se toma todo el tiempo del mundo, alargando la fila de pasajeros en el pasillo, por cierto cada vez más estrecho, mientras se escucha una melodía estudiadamente tranquilizadora. Todos nos vamos acomodando. Unos dicen que sobre el ala se mueve menos. Que para el lado de la ventana se sientan los creativos y para el pasillo los estructurados, los que van al baño más seguido o simplemente los de piernas largas. Si hay fila 13, nadie la prefiere porque es de mala suerte y el avión podría caer. El problema es que si se cae la señora que está en la fila 13, el avión se cae completo.

Ya estamos todos sentados. Las azafatas nos cuentan una y otra vez. Nos muestran el video para emergencias, que la gente no le da importancia ya que leen el diario gratuito, como demostrando que ya han viajado tanto que son capaces de sobrevivir por su propio instinto.
La señora reza. Los pololos se dan un beso apasionado. Ya estamos volando.

Nos sirven el almuerzo. En Primera Clase y en Business son algo más sabrosos. En turista en cambio son ravioles o pollo. Muy calientes para los de adelante. Frío para los de atrás. Es tan reducido el espacio, que debes pensar estratégicamente cada cosa que debes hacer: Primero la servilleta sobre los muslos. ¿Comienzas por la ensalada o por el segundo que ya está tibio? ¿Dónde dejo los envoltorios plateados? Cortar el pollo sin molestar con los codos al vecino pasajero es como hacer una cirugía en un espacio comprimido. El “nuevo rico” se distingue porque aprovecha de beber cuanto hay. El viajero frecuente ya no come nada. Sólo infla su cojín en forma de “U” y a dormir. Viene el carrito de las compras. No falta quien compra harto, y con tarjeta de crédito, la que no funciona, o si lo hace no acumuló las millas que debía. Un pasajero más novato incluso se saca una fotografía abordo.

Los baños son extraordinarios. Como diseñados por la NASA, sobre todo con esa puerta algo compleja de abrir desde adentro. Las toallitas refrescantes se agotan rápidamente. Quizás todos nos llevamos un par de ellas como regalo para la mamá.

Se escucha “preparar la cabina para el aterrizaje”. El personal corre recogiendo vasos plásticos y audífonos cada vez de peor calidad.

Hemos aterrizado. A veces se escuchan aplausos, quizás el hecho que estemos todos sentados mirando hacia delante hace pensar a algunos que estamos en un teatro. Oigo una frase que para mí siempre ha sido muy graciosa “tripulación de cabina desconectar toboganes”. Antes de la señal adecuada, todos están de pie con bolsos en mano. Nuevamente haciendo una fila para correr por la manga. El avión queda vacío, con mantas y almohadas repartidas por todos lados.

Siempre es lo mismo. Lo mismo. Ya cansado de viajar en turista empiezas a viajar en Business o en Primera. Son más atentos y el espacio es mayor. A la larga, agota igual.

Pese a todo lo anterior, el viaje en avión es una oportunidad para pensar, resolver asuntos que requieren la paz de los ojos cerrados y el iPod en los oídos. De tratar de escucharse. Y por qué no, de observar cómo nos comportamos individualmente en un grupo humano que desconocemos y ver en algunos de los pasajeros, la expresión de los pecados capitales.