miércoles, 13 de mayo de 2009

La Urbanidad

Quizás actualmente puedan parecer añejas algunas de las recomendaciones que hiciese el venezolano Manuel Antonio Carreño en su conocido, pero pocas veces leído, “Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres”, como cuando hace referencia al adecuado uso del sombrero. Pese a ello, no cabe duda que en la actualidad, y desde luego en la empresa y en el mundo de los negocios, se requiere cada vez más la pequeña virtud de la urbanidad, que en apariencia es sólo un correcto protocolo.

Digo cada vez más, porque el escenario competitivo en el cual el directivo se desenvuelve hoy, requiere de una civilidad sobresaliente, cuyas buenas costumbres propicien entornos de confianza aptos para hacer negocios como en antaño, cuando la palabra empeñada era valorada incluso más que la propia firma de una persona, rúbrica que hoy no es ninguna garantía de real cumplimiento en documentos bancarios o legales.

Aunque la palabra urbanidad en su origen rechaza a lo rural, es posiblemente el campo el tesoro de mucha de la urbanidad que carece el citadino, quien incluso usa peyorativamente el término “huaso” para referirse al incivilizado.

Como idea, la urbanidad como tal se formaliza hace casi cinco siglos, cuando Erasmo de Rotterdam escribe “De civilitate forum puerilium” (1538), o incluso algunos años antes, en el libro “El Cortesano” de Baltasar de Castiglione, donde se plasman los principios esenciales de un caballero renacentista. En dicha obra se postula que para ser un caballero no sólo se requiere ser diestro con las armas y las letras, sino igualmente en el trato hacia los demás.

Lo mismo podríamos afirmar hoy de un gerente, donde su habilidad para tomar decisiones, formular estrategias, ejecutar planes, no pueden traducirse en niveles de eficiencia mal concebidos que incluso atenten contra la urbanidad del aquí y del ahora.

Un trato amable hoy es valorado. La crítica de la falta de buenos modos que realiza el ya anciano sobre el adulto, es similar a la que éste realiza sobre el joven. Es que el comedimiento está alejado del actuar de las personas: la desatención en el ascensor, el reducido lenguaje en los e-mails, la agresividad en la conducción de los vehículos, la rareza de un “buenos días”, la escasez de un “por favor”, la falta del colofón “gracias” y un sinnúmero de ejemplos largos de detallar.

Es en la infancia cuando el niño debe aprender los correctos modos, que los asimila incluso sin saber el por qué de determinados formalismos, pero que se traducirán en el sustrato fértil del aprendizaje posterior de otras virtudes, mayores, que bien podrá decidir, con otra madurez, si acogerlas o no. Fácil le será comprender qué puede ocasionarle daño, como quemarse con el fuego, pero complejo es hacerle entender qué puede ser malo aunque no le cause perjuicio inmediato.

Común debiesen ser en la memoria de cualquier persona el recuerdo de frases tales como: “lávate las manos antes de comer”, “pide permiso antes de entrar”, “siéntate bien”, “saluda a la tía”, “cede el asiento al abuelito”, hasta el siempre brusco “saca los codos de la mesa”, enseñanzas que se entremezclaron con el “no robar” y “no mentir”, pero cuyas diferencias en consecuencias sólo las comprendieron como parte de su desarrollo, básicamente imitativo.

En el mundo empresarial podemos encontrarnos con gente que lisa y llanamente no posee urbanidad. Su mal trato hacia los otros demuestra problemas de convivencia que aunque se podrían tildar de modos eficientes, no alcanzan la eficacia requerida, ya que no logran el liderazgo en la comunicación, o simplemente desmotivan y generan poco compromiso. Y esto es incomprensible en personas que se tildan de empresarios o directivos y no de respetables incultos o patanes innatos, frutos de una irresponsable sociedad.

Otros parecerán muy refinados y corteses, “es una dama” se decía antiguamente para describirlos, pero su elegancia puede ocultar el actuar sin valores, la hipocresía, el cinismo. Sólo mantienen la careta del buen actuar, son sólo apariencia, careciendo de los principios de fondo necesarios para la buena convivencia. Es que la urbanidad puede ocultarnos grandes propósitos o simplemente males. “No sólo hay que parecerlo, hay que serlo”, dicen algunos. “Demasiado cortés para ser honesto” dicen otros. Por lo mismo, la urbanidad es una agravante en las malas intenciones.

En tal sentido, la urbanidad no sólo es cortesía y buenos modales, no sólo es ceder el paso o pedir permiso, sino dar un poco más de uno, de respetar al otro, de no hacerle a él lo que no nos gustaría que nos lo hicieran, sin caer desde luego en exageraciones carentes de autenticidad.

Poseer urbanidad desde luego que nos favorecerá en los negocios. Con humor puedo citar a Don Gato quien le decía a su pandilla: “Los dos secretos de mi éxito son mi ingenio y mis excelentes modales”. Pero si la urbanidad no tiene contenido, es sólo espuma, fachada. Si queremos lograr relaciones laborales o societarias de largo plazo, sólo la confianza generada en un ámbito de urbanidad de forma y fondo, de estética y ética, puede dar muestra de lo que hacemos y de lo que somos.