Recorrer las calles después del fuerte terremoto es descubrir casas y edificios que, en mayor o menor medida, fueron dañados en su estructura y/o en sus terminaciones. Deterioros que perjudican a quienes habitan en ellos, no sólo con la molestia y perjuicios que de ello deriva, sino también en observar la fragilidad que representa lo por las personas construido, parangón de nuestras propias vidas, y que sirve para comprender y entender el riesgo permanente en que vivimos, si no logramos construir nuestra existencia sobre un terreno sólido, sobre una firme roca.
Asumir que los daños se pueden representar por enormes sumas de dinero, es engañarnos y olvidarnos que lo realmente trascendente nunca es cuantificable. Se puede presupuestar lo físicamente dañado, pero imposible es evaluar en dinero lo que no se puede transar con monedas. Es que siempre se nos termina olvidando lo inmensurable: apreciamos cómo la naturaleza con su rabiosa personalidad daño nos causa, pero no logramos dimensionar a la pecaminosa humanidad, que con su actuar, con o sin sismo, nos da señales permanentes que los daños estructurales, no sólo radican en los bienes inmuebles, sino también en el operar de los hombres y mujeres. Pues bien, situaciones extremas como las vividas últimamente no hacen más que exponer la fragilidad de la sociedad, de nuestra propia comunidad, ya que es justamente ella misma la que ha visto tambalear su propia estructura, sin quizás los pilares que suponíamos, y exponiendo fallas estructurales donde antes veíamos lozanía.
¿Qué nos pasó? ¿Por qué siempre terminamos olvidando lo que es bueno? ¿Por qué el éxito económico como país nos reveló como una sociedad débil en lo moral? ¿De qué nos sirve tantos logros económicos y tratados internacionales, y productividades maximizadas, si finalmente como nación terminamos perdiéndonos a nosotros mismos? ¿Dónde queda nuestra alma nacional? Si bien sabemos que edificar sobre arenales tiene sus riesgos, ¿por qué no hemos sabido entonces construir nuestra sociedad sobre roca? Sobre esa misma roca en que se edificó la Iglesia, y que ha resistido dos milenios pese a la presencia del pecado, como falla geológica en la imperfección humana.
Queda claro que la moralidad puesta a prueba no resiste grandes sismos, y se muestra frágil. Tras una improvisación de la existencia, las grietas reflejadas en el alma, son el espejo de nuestra humilde condición de pecador. Construir nuestra Fe sobre roca, es construirla sobre Cristo, sobre alguien que fue marginado, rechazado y crucificado. Es construir nuestra vida con cimientos que permiten, frente a la inevitable llegada del pecado, sólo tener fisuras mínimas propias de nuestra condición humana. Por lo mismo, Dios envío a su Hijo, para que todo aquél creyese y tuviese vida eterna. Reconocer que no somos capaces de resistir sismos espirituales y que sólo el gran Arquitecto puede sostenernos, es abrir nuestro corazón, nuestra alma, nuestro espíritu, para que Él obre en nosotros, con lo que necesitamos: Fe, esperanza y amor.