jueves, 30 de septiembre de 2010

La desconfianza vale oro

La crisis financiera mundial acontecida hace ya un par de años, y sus efectos que aún vivimos, ha dejado ver que las finanzas internacionales en un mundo globalizado son demasiado frágiles, sobre todo si las finanzas nacionales de muchos países que asumíamos sólidas, eran lo suficientemente frágiles como para no contener debidamente una crisis financiera y económica. De hecho, la desconfianza en las economías de determinados países continúa, existiendo fugas de capitales e inversiones hacia otras más sólidas, o, lisa y llanamente, hacia activos de inversión más estables aún como el oro.

El oro es un activo de inversión. Se puede comprar y vender como si fuera un kilo de tomates, con ciertas diferencias que el ejemplo no ameritó en detalles. Una de ellas es el costo de manutención, vinculado a aspectos de seguridad y otros. En estricto rigor, el precio de este activo, como el de todos, depende de su oferta y de su demanda. La oferta de oro depende de la cantidad de oro disponible en el mercado, la que aumenta en aproximadamente 4.000 toneladas de oro cada año. El 60% de dicha cifra es extracción anual, alrededor de un 5% proviene de la venta de oro de bancos centrales o instituciones afines, y el 35% restante corresponde al reciclaje de joyas antiguas. De esta oferta, se demanda un 70%, vale decir 2.800 toneladas de oro al año para joyería y otros productos específicos, quedando 1.200 toneladas de oro para la inversión.

La demanda por oro en inversión está vinculada a la confianza que tiene el inversionista por otros activos de inversión. Por tanto, cuando visualiza escenarios complejos en renta variables (mercados bursátiles por ejemplo), o cuando la rentabilidad de la renta fija es baja (tasas cercanas a cero), qué mejor refugio que comprar oro. Pues bien, como tales condiciones se han dado en los últimos años, y el precio de la manutención del metal se ha mantenido relativamente constante, el precio ha aumentado de sobremanera, más de un 500% en 10 años, lo que resalta si lo comparamos con otras alternativas de inversión con rentabilidad negativa en igual período de tiempo.

Entonces una manera de explicar el aumento sostenido en el nivel de precio del metal es el escenario incierto de la economía mundial, donde muchos países del mundo desarrollado, tales como Estados Unidos o los que están en la costa norte del Mediterráneo están mostrando serias dificultades en su reactivación. También se podría argumentar el alza del precio bajo premisas asociadas a una burbuja, como la acontecida en el sector inmobiliario hace unos años, o con las “punto com” hace ya más de diez. Pero a mi entender el alza en el metal responde a la hipótesis de la falta de confianza, hoy trasladada a las monedas y a la necesidad de aumentar las reservas de oro de bancos centrales de economías emergentes, lo que haría del oro, más que un adorno orfebre, un seguro frente a la incertidumbre de los años venideros.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Lección del Bicentenario

Desde hace casi un lustro que diversas instituciones, públicas y privadas, han venido organizando diversas actividades y obras para conmemorar el bicentenario patrio. Desde eventos sociales y artísticos, hasta obras civiles que conmemorarían este aniversario. Sin embargo, muchas de estas acciones no se realizaron, ya sea por errores en la planificación (plazos, costos) o por penosos infortunios de este año 2010, que han dado muestra de nuestra rabiosa geografía. Es que muchas veces lo pensado no resulta plasmado en la realidad, no por errores voluntarios, sino por destinos sorpresivos que hacen de un plan, un recuerdo de aquello bien intencionado. Dice un dicho “cuéntale a Dios tus planes, que Él se reirá de ellos” y otro más popular “el hombre propone y Dios dispone”.

Nuestro país este año se ha visto enfrentado a durísimas situaciones, entre las que destacan el terremoto y el maremoto de febrero, y la situación de los mineros atrapados a cientos de metros bajo tierra en la mina San José. Estos hechos han marcado el año, y sin duda han generado interferencias en lo que se pensó iba a ser el festejo del bicentenario, desviando recursos de la construcción en función de la reconstrucción, retardando planes y modificando la agenda pensada con anterioridad.

Sin embargo, estas realidades han generado en nuestro país una solidaridad como valor central del bicentenario. Hemos sido testigos de claras muestras de ella en el actuar de muchos, y en general, la fraternidad ha propiciado un ambiente nacional de unidad, como pocos años se ha visto. Es que la solidaridad no sólo constituye la base de una comunidad, sino que hace de ella, en este caso de nuestra patria, una gran familia. Una comunidad con “consciencia de familia” produce un clima de unidad, de afecto entre quienes la componemos. Surge, quizás, de la compasión, aquella fraternidad nacida de la empatía al ver a otro miembro sufriendo, y a partir del dolor y del reconocimiento de la dignidad de quien lo carga, la solidaridad nace como el verdadero amor, aquél que no busca nada a cambio, que es ajeno a recompensas, que entrega, que se entrega, que sólo da.

En medio de innumerables ejemplos de un creciente individualismo en nuestra sociedad, la solidaridad expresada durante este año nos entrega un bálsamo de civilización, un oasis de esperanza donde el egoísmo no tiene refugio. Por lo mismo, la lección del bicentenario se orienta a generar en nuestra patria una permanente “consciencia de familia”, acercándonos al otro sin prejuicios, buscando siempre el diálogo como en la mesa del hogar, y todo, gracias a lo azaroso del destino. Por lo mismo, y tanto que se ha discutido en torno al bicentenario y al recuerdo que de él la historia narrará, no hay mejor descripción de este año que la solidaridad y generosidad que durante él se ha concebido, propiciando quizás, registrar en la historia, y en la “cápsula del bicentenario”, que la solidaridad es nuestra esencia de nación en este 2010.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Vocación Exportadora

Por diversas circunstancias asociadas a la recuperación de la economía mundial, el precio del dólar ha tendido a disminuir. Esta variación en el tipo de cambio se ha apreciado con mayor notoriedad en las últimas semanas, donde el precio del dólar ha llegado a estar en torno a la barrera psicológica de los 500 pesos. Es más, en los últimos días dicha barrera fue sobrepasada transándose cerca de los 495. Esta situación a ojos de muchos, representa una gran oportunidad, por ejemplo, para viajar. Otros se contentan con este precio, porque el valor de los artículos importados también debería de disminuir, aun cuando esto no necesariamente es cierto. La razón es que los precios de los productos son establecidos por el mercado, pudiendo entonces beneficiarse con la baja del dólar el importador, mas no necesariamente el cliente final.

Lo que sí está claro es que los exportadores se ven perjudicados. El precio de venta de sus productos generalmente está establecido en dólares y como la mayoría de sus costos son en pesos, la utilidad se ve mermada. La pregunta que entonces surge es si el Estado de Chile debiese intervenir, para una vez decidido lo anterior, establecer el precio en el cual se actuaría.

Como bien saben los lectores, mi postura siempre es pro mercado. Sin embargo, considero que el mercado de esta divisa es diferente, donde claramente se justifica la intervención estatal. El argumento central aquí se basa en la “vocación exportadora” de la economía chilena. Chile, bajo el punto de vista económico, se define como una economía pequeña por lo que para poder crecer necesita de la interacción con otras economías, todo esto explicado en palabras simples. Por lo mismo, la economía chilena se define, además de pequeña, como abierta, puesto que esta interacción permite acceder a productos importados de mejor calidad y precio donde nosotros no poseemos determinadas ventajas, y simultáneamente exportar productos donde claramente sí las poseemos. Prueba de esta postura son los tratados de libre comercio y variados acuerdos comerciales. Por tanto, si Chile optó por ser una economía abierta, debe potenciar su industria exportadora. No protegiéndola en extremo, pero sí al menos resguardando la base de la matriz de exportación, propio de su esencia de economía, ya que las fluctuaciones del dólar afectarían a las industrias con vaivenes que impedirían la inversión que ella requiere.

En cuanto al precio en el que el estado debería de intervenir, éste debe considerar a la economía en su conjunto. Si bien las empresas mineras podrían manejarse en torno a un dólar cercano a $430 pesos, el valor que a mi juicio debería gatillar la intervención debiese estar en los $480, valor que permite la subsistencia de empresas exportadoras de diversos rubros y tamaños, sin perjudicarlas en su inversión, ni en el empleo que generan. Velar por el cuidado del sector exportador, es resguardar a nuestra industria de los subes y bajas de la economía mundial.